alma dura

Alma dura

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Un alma dura no siempre es la que menos siente, sino lo contrario.

Alma dura: así se te percibe y así te presentas aunque no haga falta una sola palabra para describirte. Al verte llegar, no solo tu hermosura deslumbra, sino también tu serena frialdad. Quizás sea ese caminar erguido y desafiante, quizás la altura tan intimidante, quizás esa mirada cuyos ojos claros ayudan a asociar al hielo. Quizás esos bucles, tan cuidadosamente desarmados y perfectos, aunque solo se trate del ornamento de una arquitectura inigualable.

O tal vez la actitud toda, que no invita a acercarse a nadie que no haya sido citado a ponerse en tu camino.
Quizás quienes te conozcan dirán que sos la mejor. La mejor en su trabajo, la mejor amiga y cuando hayas tenido pareja, la más fiel y compañera. Es probable que la vida pudiese plasmarse en un currículum, sería intachable.

¿Y entonces? ¿Cuál sería el problema?
Que a pesar de todo eso, tu alma dura en realidad, quema.
Que se nota que tu forma de mostrarte es para protegerte, para que nada se derrumbe comenzando por vos misma, y que de ese modo, que el mundo sea un lugar peor. Porque de algún modo sabes que sin vos nada sería igual.

Para poder llegar a imaginarte de esa manera, tan descarnada, tuve que descubrirte desde mi mesa en aquel café remoto y pintoresco de barrio, al que iba siempre porque me permitía ser invisible. Era el lugar perfecto para que mi introspección hiciera de las suyas, si apenas el mozo me registraba, y a veces hasta tenía que llamarlo insistentemente.

Pero ese rincón de verdad era mágico. A nadie más que a mí le hubiese llamado la atención. Era el más frío, oscuro y fuera de la vista del salón. La mesa tenía las dimensiones de un tablero de ajedrez, hasta una pareja hubiese estado incómoda allí por más que buscara privacidad. Por eso mismo siempre estaba libre y me apropié de ella como si se tratara de un minúsculo centro de operaciones.

Llevaba casi un año yendo, casi todos los jueves a la misma hora cuando te vi llegar. Inmensa tu imagen cubrió mi atención y me dejó sin palabras, aunque no pensara usarlas, pero también sin pensamientos.
Ni siquiera miraste para mi lado, entraste sin buscar, con la mirada puesta en el centro del salón, en donde te esperaba un hombre, quizás el afortunado que se iría contigo a un lugar en el que te trataría en la plenitud de tu intimidad.

No podía dejar de observarte, tenías el semblante adusto, preocupado, no parecía que estuvieses en una cita. El hombre te mostró algunas imágenes en su teléfono. Hiciste lo propio. Al rato le diste un sobre y se retiraron ambos, sin coincidir en la dirección.
Me llené de intriga, más allá del hecho de verte que siempre me sacaba de mi comodidad. Pasaron quince días y volviste, esta vez a encontrarte con una mujer.

La reunión fue similar: intercambio de información, entrega de sobre, saludo, incluso un poco más efusivo que la vez anterior. Parecías conocer a esta mujer, parecías tener un vínculo afectivo con ella, lo intuí por la sonrisa que le dedicaste al final.
Y así, jueves a jueves te veía de reunión en reunión, y acrecentando mi intriga. Pensé en volver otro día en la semana para saber si tu misión era diaria, pero tampoco quería obsesionarme.

Un día ya no di más, llegaste como siempre, impecable, implacable, decidida a un intercambio que al parecer no te estaba dando resultado, o no el que esperabas, a juzgar por tu desánimo creciente. Debo reconocer que a estas alturas, ya te conocía un poco. Y las cosas parecieron darse de algún modo para que me animara a buscarte, porque el hombre que tenías enfrente se fue antes, y te dejó en la mesa, bebiendo un café que ya estaría frío, pero que combinaba a la perfección con tu estado de ánimo. Me puse de pié, o al menos lo intenté, hasta que el mozo me tomó el brazo con firmeza.

—No, esperá.
—¿Qué pasa? ¿qué estás haciendo?
—Lo que me pediste.

No entendía nada, miré otra vez hacia la mesa, y te vi dejar dinero y alejarte. Podría haberme zafado de aquel impertinente al que apenas conocía, pero algo me dijo que debía esperar.

—Espero que me expliques que es lo que quisiste hacer al detenerme. ¿Cómo sabías que iba a hablar con ella?
—Sentate, te lo explicaré.
—Más vale que así sea.
—Primero, decime tu nombre completo.

No esperaba esa pregunta, de pronto fue como si me pegaran fuerte en la mandíbula y me quitaran la conciencia.

—¿Mi nombre? ¿No me conocés?
—Yo sí te conozco, pero vos, ¿recordás quien sos?

No hubo manera, definitivamente no recordaba mi nombre… o quién era en realidad. El mozo tomó mi libreta, un cuaderno de notas en el que siempre garabateaba algo mientras mantenía mi anonimato en el bar.

—¿Ves? Aquí lo tenés anotado: “Soy Ernesto Cánepa, tengo un problema de pérdida de memoria, no retengo por mucho tiempo quien soy, les pido que me ayuden ubicándome con los datos de esta libreta, si me ven vacilar”.

Los golpes seguían cayendo a pesar del knockout, pero esta vez, además, sentía que alguien quitaba la tapa de mi cabeza, y por ella entraban recuerdos y aire helado a borbotones.
Hasta que la recordé.

Sara, mi dulce Sara, mi hermosa y fría Sara. Mi querida… ¿Pero qué? ¿De qué se trataba todo esto?
Miré al mozo en busca de más respuestas. No, claro que no era solo un mozo, se trataba de… Mis ojos se rompieron en pedazos y apenas pude abrir la garganta.

—Ariel… hermano, ¿qué me pasó?

Ahora era él quien parecía apesadumbrado.

—Es largo, y no es la primera vez que te doy toda la explicación y toda la historia, para que mañana ya no la recuerdes. En uno de tus viajes de trabajo, tuviste un choque tremendo en la ruta con tu auto, creímos que habías muerto cuando se carbonizó íntegro, pero nunca dimos con rastros de tu cuerpo. La policía te dio por muerto, tuviste tu funeral como corresponde.

Meses después reapareciste en un comedor comunitario, sin saber quién eras. Allí te encontré y ayudé a rehacer tu vida. No me dejaste que le avise a nadie, tenías el terror en tu rostro cuando me pedías que conserve tu anonimato. Pero lo importante es que ahora dejes que Sara se vaya sin verte, como me pediste. Ella no se rinde, te sigue buscando después del accidente.

—Accidente… claro. Casi me mato, pero no recuerdo demasiado de todo eso…
—Tu pedido, una y otra vez, fue el mismo. “No dejes que nadie me vea así. Ayudame a que me olviden. Sobre todo Sara”. Y quiera o no, soy lo único que tenés. Ella también lo sabía y por eso viene aquí a reunirse con todo el que la pueda ayudar a encontrarte. A veces paga y la estafan, a veces le dan algún dato incomprobable… pero ella sigue, sin saber que a pocos metros te tiene a disposición.

—Pero no termino de entender, ¿por qué aquí, donde trabajás vos? Como si no supiera…
—Claro que lo sabe, y se apoyó mucho en mí, desde antes de que yo supiese que estabas vivo. Después, cuando te vi y comenzaste a ser consciente de lo que te pasó, y de lo que no volverías a ser jamás, no pude más que seguir tu voluntad. De respetar tu deseo y darte este espacio, que de cierta forma te mantiene vivo.
—Vivo a medias, alentando una esperanza de algo que nunca se dará.

—Porque vos no querés.
—No sé, no podés culparme por tener miedo.
—No lo hago, solo decía.
—¿Y me decís que siempre tenemos esta charla?
—Palabras más, palabras menos… nunca es la misma. Tampoco lo que recordás. Todo muy aleatorio. Pero hay una constante, que me vuelve loco por cómo se da.

—¿De qué hablás?
—Olvidaste lo que te pasó, quién soy yo, quién es ella, y hasta quién sos vos, pero desde que la viste entrar aquí en esta nueva etapa, te dedicaste a recordarla con continuidad. No olvidás ningún detalle de cada vez que entra, independientemente de todo.
—Es verdad, de hecho todo lo que concierne a sus visitas a este lugar, es lo único que recuerdo sin esfuerzo.

—Es curioso cómo trabaja el amor.
—O cómo lo logra ella, con su alma tan dura que no deja traslucir emociones, porque las contiene y proyecta de tal modo que me llegan de esta manera. Es tan poderoso el sentimiento, que hasta me devuelve parcialmente la memoria.

Una lágrima resbaló por mi mejilla, Ariel bajó la mirada, no le gustaba ver llorar a su hermano, y seguro que no era la primera que sucedía.

—Yo que vos lo pensaría, quizás sea más triste ver como ese amor se extingue y va perdiendo efecto. También para ella es una tortura, una agonía que no merece.
—Pero no mayor a la de tener a su lado a un enfermo mental y hacerse cargo de esa desdicha. No puedo condenarla así.
—Lo que digas, hermano.

Se fue a seguir con su tarea. Yo seguí con la vista perdida en la vidriera por la que siempre veía llegar a esa mujer que me buscaba sin verme mientras yo no me dejara encontrar.
Esta vez casi le pongo fin a esa situación.
La próxima, quizás, si mi corazón logra recordar.

Henry Drae

Alma dura pertenece a la antología de relatos “Colores que nunca combinan”


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