Compartir una cama es de las cosas más incómodas que una persona puede hacer en su intimidad, en momentos en los que lo ideal es optimizar su descanso.
Choques abruptos al moverse entre codos rodillas o cabezas, soportar ronquidos o respiraciones fuertes, padecer de un brazo dormido al borde de la amputación, que quedó por debajo del cuerpo del otro, diferentes maneras de conciliar el sueño que pueden ser molestos para el compañero de cama y un enorme etc.
Realmente hay tantas razones para no hacerlo, que resulta curioso que insistamos.
Entonces, ¿por qué lo hacemos?
Porque al mismo tiempo, no hay nada más reconfortante que compartir el lecho con alguien que se ama.
Y no digo que todos los que compartan su cama se amen, pero sí que quienes se aman, lo disfrutan como una de las mejores experiencias.
Porque los diálogos de cama son realmente los más profundos e intensos (dije diálogos, el resto es obviedad).
Porque cuando nos vamos quedando dormidos es cuando nos volvemos más vulnerables, y qué mejor que compartirlo con el ser amado.
Porque es de los pocos momentos en que podemos leer un libro (actividad individual si las hay) y al mismo tiempo, disfrutar de la mejor compañía.
Porque “la cucharita” es una de las formas de amor más tiernas que se inventaron para iniciar un descanso, que bien valen un brazo dormido y muchas cosas más.
Porque nada, pero nada, es más disfrutable para quien ama que observar, con la cabeza en la almohada, el plácido rostro de su pareja dormida en profundidad mientras sabe que tiene un compañero para soñar.
Dormir de a dos, soñar como uno, amar sin tener que despertar.