El sabor de lo real

El sabor de lo real

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Eran dos que se miraban sin poder verse, con dolorosa literalidad.
A diario se encontraban cuando coincidían en sus tiempos de aparente libertad, aquellos en los que se permitían pasarla con un ser amado, que en este caso se correspondía de igual manera al ser anhelado.
Dos palabras, a veces solo una, en una línea de texto, servían para establecer el primer contacto. A veces se trataba de un saludo informal, otras una fresca ocurrencia, siempre la llave de la emoción.
La llave de una puerta que se abría para conectar miles de kilómetros, pero con la precisión de un bypass que unía dos corazones igualando sus latidos y capacidad vital.
El sonido era personalizado para ambos. Al principio jugaban a jactarse de que no importa que fuese el mismo para todas las llamadas, ellos sabían que quien llamaba, era el otro. Luego lo cambiaron porque sentían la necesidad de identificar cada paso que dieran para reconocerse. Así tenían un color determinado de tipografía para los chats, un sonido específico para los llamados, y hasta un filtro de video para cuando decidían que necesitaban verse y disfrutar (o sufrir) de miradas sostenidas que aún no podían convertirse en caricias.
A pesar de la desesperación que muchas veces los embargaba, también habían aprendido a tener una paciencia tibetana. A esperar a que todo pudiera fluir y converger para que el primer encuentro se diera así como ese primer beso, esos roces de piel inéditos, ese abrazo vital y esas lágrimas saladas pudieran compartirse en un coincidir de mejillas.
No era fácil, las actividades de ambos eran bastante incompatibles. Bromeaban sobre el hecho de que si vivieran a escasos metros, probablemente se vieran menos que en esta situación. No obstante, habían decidido poner el plan de encuentro físico en marcha, lo cual les produjo una enorme excitación. Se renovaron los bríos, reverdeció la esperanza, la emoción volvió a ser protagonista y los llenó de adrenalina: ya tenían una fecha en la que todo dejaría de ser un sueño.
Ella comenzó a hacer planes para verse mejor, para lucir como hacía tiempo que no se mostraba, por simple falta de interés en proyectar una imagen que reflejara su estado de ánimo y su luz interior.
Él hacía lo propio, contando con insana devoción cada día que los separaba del evento. Y preparando ese viaje que esperaba fuese el primero de muchos. Seguían hablándose a diario, intentando no elegir el tema del encuentro como principal, se reconocían ansiosos y no les faltaba mucho para comerse el teléfono o la pantalla a besos, por ridículo que se viera.
Pero cuando llegó el día todo se derrumbó. Ocurrió una de las tantas cosas que podían impedirlo, sin que ninguno de los dos pudiera remediar.
“Es solo una demora” se dijeron asintiendo con el corazón a punto de estallar. “Lo vamos a resolver lo antes posible y nos vamos a reír de lo desesperados que estábamos como para no aguantar ni siquiera esto”. Y rieron de manera forzada, con genuina desazón.
Se querían sin haberse tocado, pero lo necesitaban con urgencia irracional.
Pero el tiempo hizo de las suyas, y todo comenzó a desgastarse, como si fuese azotado por un viento implacable arrastrando arenilla. Seguían llamándose y hablando diariamente, aunque el ritual ya se veía casi como una auto imposición. Sus caras en la pantalla no eran las mismas y a menudo preferían no utilizar el video, para no “vender” lo que en realidad sentían y que el otro no les preguntara si estaban bien.
Un día discutieron. Fuerte. Levantaron la voz como nunca antes. Se recriminaron, fueron hirientes. Ambos lloraron al cortar.
Se alejaron días. Sintieron una mezcla rara de angustia y alivio, por no tener que esperar lo que nunca se daría. Intentaron retomar el contacto, pero las discusiones y reproches parecían querer arruinarlo todo de nuevo.

Decidieron que no era posible, que debían terminar con esto pero de manera civilizada. Reconocían que se querían, que de ninguna manera eran indiferentes a lo que sucediera en la vida del otro, y que era injusto que se odiaran por algo que los excedía.
Siguieron hablándose cada tanto, en plan de amigos. Evitaban hablar sobre sus posibles amores, ninguno quería hundir una daga en las esperanzas del otro, si todavía las tuviera. Pero un día el teléfono dejó de sonar de un lado, y las ganas de marcar de ese mismo lugar tampoco aparecieron.

Pasaron varios años, quizás muchos para que esa historia siguiera siendo importante para ambos. Ella conoció a un hombre al que consideraba maravilloso en la misma ciudad. Se mudaron, tuvieron un niño. La relación no funcionó, pero él no era un mal padre y ella tenía a ese pequeño, el nuevo amor de su vida a su lado. No podía sentir mayor gratitud por quien se lo había brindado.
Un día paseaba con su hijo por el centro y le pareció ver una cara familiar. No pudo evitar estremecerse cuando en el reflejo vio lo que entendía como el rostro de aquel amor del que nunca había podido sentir el contacto de su piel. Quedó paralizada, él no había notado su presencia, aunque seguía allí, abstraído contra un escaparate, como viendo un artículo que lo mantenia hipnotizado. Ella supo que estaba pensando en cualquier otra cosa menos en lo que veían sus ojos en esa dirección. Quizás se hubiese convertido en un especialista en ver sin mirar, lo contrario a lo que conocía de él.
Sin dudarlo, ella tomó su celular, lo había cambiado varias veces, pero conservaba su número. Marcó, y su corazón se detuvo cuando escuchó el ringtone que él había elegido para identificarla.
Él sacó el equipo de su bolsillo, con expresión incrédula. Miró la pantalla y su rostro mostró una extraña mezcla de alegría y dolor. Ella sostuvo el celular esperando que respondiera. No tenía idea de qué decir, pero no pudo resistir el impulso.
Él se quedó mirando la pantalla eternos segundos mientras sonaba la melodía. Sus ojos se cristalizaron y si el reflejo no la engañaba, ella pudo notar como caía una lágrima.
Cortó. Esa demora le dolía tanto como a él y no estaba segura del desenlace. Ninguno de los dos merecía reavivar el dolor de lo que no fue y se negaba a desaparecer.
Tomó a su hijo de la mano y se alejó lo más rápido que pudo.
—¿A quién llamabas, mamá?
—A un número equivocado.
—¿Te lo dieron mal?
—No, en realidad a veces el equivocado es uno y le echa la culpa al número. ¿Vamos a tomar un helado? No hay nada como disfrutar del sabor de algo real.


El sabor de lo real

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