La niña blanca hizo la pregunta sin hacer el puchero que ameritaba el estar a punto de soltar alguna lágrima, fuera cual fuese la respuesta que recibiera.
—Entonces… ¿mamá está en el cielo?
El hombre gris que sostenía su mano le respondió sin pensarlo demasiado.
—Tu madre nunca pudo volar estando viva, dudo mucho que hoy, inerte dentro de un cajón y rodeada de flores, pueda llegar muy alto. Y no he visto por ahí gente con catapultas que esté dispuesta a ayudarla a tocar la nube más cercana.
Ella no pudo evitar la carcajada. ¿Estaría bien reírse en un momento así?
—Papi, no bromees. Mamá ya te hubiese dado un codazo.
—Pero mami no está, ¿vas a querer hacerlo tú de ahora en más? Mira que puedo mandarte con ella ahora mismo y hacer chistes donde y cuando quiera.
Volvió a reír, pero esa evocación al presunto viaje de su madre oscureció su semblante.
—En serio, papi, ¿dónde está ella ahora?
—Que sea más grande que tú y que te haya traído al mundo no quiere decir que lo sepa. Lo cierto es que no la verás nunca más, aunque mucha gente te diga que algún día, cuando tú misma mueras, te reunirás con ella y serán felices por la eternidad.
—¿Y no puede pasar eso?
—Desde luego, como tantas otras cosas. De hecho cuando te sientas muy mal tal vez quieras imaginártelo así. La esperanza puede ser un remedio formidable. Pero no cura definitivamente, sólo te aliviará un tiempo. La verdad es que lo que nos queda de tu madre es su recuerdo, unas cuantas fotos y videos, y esa tumba. Tienes el derecho de imaginarte todo lo demás.
El silencio duró un buen rato. El verde que rodeaba las lápidas tan bien cuidadas ayudaba a que no se perturbara esa paz que ambos compartían en soledad.
—La voy a extrañar mucho.
El hombre suspiró profundamente, tratando de elegir mejor sus palabras esta vez. Estaba seguro que de allí en más hablarían muy poco del tema. Se inclinó y la miró a los ojos.
—La extrañarás un buen tiempo pero, además, busca maneras de recordarla. Será la mejor forma de mantenerla con vida, y nadie más que tú tiene eso que has compartido con ella.
La niña volteó los ojos hacia arriba, como esforzándose por recordar algo. Luego puso cara de alegría.
—¿Cómo cuando me peinaba cantando y me soplaba el flequillo?
—Por ejemplo. Eso servirá.
—¿Y tú? ¿Y tú qué recordarás, papá?
No había razón para no decirlo, pero por algún motivo le costó más que darle a entender a su pequeña hija que no había un cielo lleno de ángeles pululantes por allí. Las mejillas se le encendieron, y de repente fue consciente de lo inmanejable que resultan ciertos pudores.
—Su beso. Recordaré su último beso.