Si recibes un golpe de suerte, no lo festejes tan rápido
Fueron seis las personas que la noche anterior tuvieron contacto con la víctima. El inspector Casas no podía creer que todos estuviesen allí. Nunca se le había dado antes, y estaba muy seguro de que tampoco se le daría en un futuro, pero no se permitió disfrutar de esa predisposición escénica a la investigación del crimen, suponiendo y presintiendo que algo sin dudas saldría mal, o en su defecto absolutamente todo se iría de control.
—Muy bien, —dijo fuerte y claro como para que nadie dudase de quien tenía la autoridad—. ¿Quién vio en primer lugar a la señorita González de todos ustedes?
La pregunta tramposa aparentó generar dudas y vacilaciones.
No había forma de saber quien había sido el primero a menos que hubiese dormido con ella. Y sólo había tres hombres en el grupo, que no hicieron el menor gesto de abrir la boca.
—Fui yo —dijo muy segura una morena de mediana edad tirando por la borda el arcaico primer razonamiento de Casas.
—¿Vivía con ella? —inquirió el inspector sin dejarle perder las ganas de hablar.
—No, solo me invitó a pasar la noche y accedí.
—¿La conocía desde hace mucho?
—No, desde anoche cuando compartimos un par de tragos en aquel bar.
El investigador volvió a fruncir el entrecejo. Hubiese preferido que la revelación se diese sobre el final del acto y así contribuyera a la resolución. Pero de esta manera ya estaba seguro de que la morena era inocente.
—¿Y quién la vio después, entonces? –dijo esta vez dirigiéndose al resto.
—¿No va a preguntarme nada más?
—No, salvo que me diga que mató a la señorita González y podamos irnos todos a casa excepto usted que lo haría a una cómoda celda.
La morena calló súbitamente al escuchar la palabra “celda”. Distraídamente y como disimulando su nerviosismo extrajo un encendedor de su cartera y prendió un cigarrillo que hacía rato paseaba entre sus dedos. El gesto no pasó desapercibido y el investigador atacó de nuevo sólo mirándola de reojo.
—Tal vez si tenga otra pregunta: ¿cuánto fuma por día señorita…?
La morena soltó un respingo.
—Puede llamarme Sofía, y esto va para el narrador también, que no deja de llamarme morena como si yo fuese solo un muestrario de color de piel.
—Está bien, Sofía, ¿cuántos cigarrillos al día, entonces?
Sofía, la morena, ahora finalmente sospechada, no pudo evitar vacilar de todas formas.
—Tal vez diez o doce… solo cuando estoy relajada porque trato de dejar el vicio.
—Es extraño —reflexionó Casas en voz alta—, No había en la escena del crimen una sola colilla, pero no obstante… apareció esto –señaló agitando un llavero con un escudo español en su mano ante todos los presentes. Algunos de manera instintiva estiraron el cuello para poder ver mejor, a los que el inspector descartó como dueños de manera casi automática.
—Es mío, — dijo justamente uno de los curiosos descartados, descartando una vez más sus presunciones anteriores.
—Caramba, ¿y cómo habrá llegado allí?
—Hago el delivery de una pizzería. Le traje ayer a la señorita González una pizza completa con anchoas. Dos o tres veces al mes hace pedidos. Supongo que al entrar y dejar la mercadería sobre la mesa del comedor se me habrá caído. Tal vez al cobrar y sacar el vuelto del bolsillo.
—¿Es verdad eso, Sofía?— inquirió nuevamente cambiando de interlocutor y tratando de sorprender.
—¿Cómo iba a saberlo? Supongo que cuando nos encontramos en el bar ella ya habría cenado. Era tarde.
—Y usted, ¿siempre pierde su llavero sin ninguna llave?
—Normalmente no lo pierdo. Pero no engancho llaves en los llaveros para que no hagan tanto bulto, así que las desparramo por los bolsillos. Siempre uso prendas con muchos bolsillos.
—¿Y para ordenar sus papeles que usa? ¿Una piedra para evitar que se vuelen?
—Exacto, —dijo el pizzero extrayendo una pequeña roca de uno de sus cuantiosos bolsillos, esta vez ubicado en uno de sus pantalones—. Y puede llamarme Esteban, no soy sólo un pizzero que va por la vida tocando timbres y entregando olorosas cajas de cartón.
Casas quedó anonadado. Y no sólo ya estaba seguro de haber perdido toda capacidad de hacer razonamientos lógicos, sino que le molestaba que ni siquiera era capaz de sostener preguntas retóricas. La lógica se había retirado sigilosamente esa mañana o bien nunca llegó al lugar.
—Muy bien, señores, ¿alguien tiene algo más que decir con respecto a su participación en el asesinato de anoche?
El comentario intentaba devolver al ya casi jocoso ambiente la situación post—crimen.
De repente un muchacho rubión levanto la mano con entusiasmo. Casas hizo un movimiento de cabeza dándole permiso para hablar.
—Quería ofrecerle a Esteban un clip para sus papeles. Es más práctico que su piedra y pesa menos —dijo el chico esbozando una grande e inocente sonrisa.
Casas miró en derredor. Si no hubiese visto a la chica muerta con sus propios ojos, hubiese jurado que alguien le había tendido una cámara oculta. No había posibilidad de que sus sospechosos se comportaran de manera tan bizarra. O tal vez sí.
Con gesto cansado, dio la espalda al grupo de personas sentadas y puso la mano en el hombro de su subordinado, buscando su oreja para decirle algo en secreto.
—Cabo Jiménez, la próxima vez que me traiga una lista de sospechosos de un neuro psiquiátrico, lo haré encargado permanente del aseo de los baños de todo el destacamento.
—Disculpe jefe, pero usted necesitaba iniciar el interrogatorio y esta es gente siempre dispuesta a colaborar.
—Muy bien, espero que el inventario de la escena del crimen al menos sea legítimo.
—Sí, señor, casi todo.
Casas desorbitó sus ojos por enésima vez ese día.
—¿Cómo “casi”? ¿Qué cosa de esa lista no tiene nada que ver con el crimen?
El cabo señaló una pequeña vela, Casas la tomó y se volvió al auditorio que resultó ajeno a la conversación anterior.
—¿Alguien puede decirme de quién es esto?
—¡Mío! —gritó la more… Sofía con gesto complacido que seguramente remitía a más de un recuerdo.— Tiene un perfume exquisito.
Por única vez esa mañana, Casas pudo predecir que algo así pasaría.
—¿Y quiere decirme cómo llegó a ese lugar?
—Fácil; siempre llevo una en la cartera y anoche era una ocasión más que propicia para encenderla.
Casas asintió como tratando de entender algo que en sí era carente de toda sensatez.
Miró al cabo a los ojos de nuevo, pero en lugar de reproche, mostró complicidad.
—Observe —dijo arrancándole un botón al uniforme del cabo. Luego giró y lo levantó hacia el auditorio.
—¿De quién es esto, entonces?
—¡Mío! —dijo la voz que menos esperaba que sonara a su espalda. El Cabo supo de inmediato que jamás llegaría a Detective. Probablemente, Casas lo supiera desde hacía rato. Trató de atenuar su falta tapándose la boca y dejando escapar un tímido “perdón”.
Corría la hora y no había ni el menor indicio de una resolución. El inspector no veía la hora de estar en su casa teniendo algo parecido a un descanso en lugar de estar al frente de ese numerito de comedia barata.
—Muy bien, ¿están ansiosos por saber quién es el asesino? Lo libraremos al azar. Numérense.
Los seis se miraron entre sí sin saber que pretendía realmente aquel intimidante y a la vez desesperado hombre de la ley. Al cabo de unos segundos, el inspector perdió la paciencia y comenzó a señalarlos él, de izquierda a derecha. “Uno, dos, tres…” terminó en seis y luego metió la mano en el bolsillo extrayendo un dado.
—Antes de que alguien quiera apropiárselo, éste es mío. Soy jugador compulsivo y este es mi “caramelo de fumador”. Ahora tiraré…
—¡Yo tengo uno! —interrumpió el muchacho rubión, que al parecer hasta el momento no quiere nombre. Y extrajo un caramelo de un bolsillo—. Tome comisario, mi madre dice que no soy bueno si no convido.
Casas lo aceptó, ya sin ganas de objetar ni acotar nada.
—Tiraré el dado. El número del primero que salga deberá presentarme un argumento convincente que me demuestre que no tuvo nada que ver con el asesinato de la señorita González.
En el acto en el que depositó su mayor esperanza, el inspector tiró el dado y obtuvo con un golpe seco, una impecable caída del objeto a sus pies que dejó ver claramente un cuatro en su cara superior. La acreedora del número era una señora de unos cuarenta años, regordeta y con menos aspecto de criminal que la tía solterona de Casas.
—Usted dirá, señora…
—Petruzzi, Lina Petruzzi. Y sí, es cierto. Yo maté a la reventada esa. Desde que llegó al edificio no dejó de hacer ruido a toda hora y de llevar toda clase de personajes a su departamento, haciendo más y más ruido como si tuviese que ganar un concurso para fastidiar a mayor número de vecinos.
Siempre protesté en las reuniones de consorcio, pero como nadie me hizo caso, anoche me cansé de su música a todo lo que da, fui a tocar a su puerta y comencé a golpearla con mi palo de amasar hasta que empezó a sangrar. La verdad, nunca amaso con ese palo, pero lo heredé de mi abuela que siempre me dijo que no me podía faltar en la cocina. Y vaya si me sirvió ayer. No miré si había muerto, solo me fui cuando sentí que ya me había descargado.
Casas quedó todavía más asombrado si eso fuera posible. Solo le quedaba una sola pregunta por hacer.
—¿Quiere decirme, si fuese tan amable, por qué no intentó inventar una coartada? ¡Ni siquiera la tuve en cuenta entre los principales sospechosos!
—No se haga problemas, nunca gané en mi vida ni una yogurtera. La primera vez que gano un sorteo, no la iba a desperdiciar. Supongo que será cuestión de suerte.
—Si, claro,— asintió Casas, tranquilo, pero no contento, no le gustó la idea de que esa mujer tan transparente y sufrida fuese la asesina.
—Agente, espose a la señora y llévela a la seccional.
—Muy bien, señor, ¿Algún trato diferencial?
—No… aunque, a decir verdad… sí hay algo. Consígale una yogurtera. Al fin y al cabo ganó el sorteo, ¿no es así?
El agente se lo quedó mirando, esperando que le aclare si se trataba de una broma. Como no fue así se fue pensando en donde diablos la compraría y si le reembolsarían el dinero alguna vez.
El inspector se quedó hasta que el último salió por la puerta, y solo allí dio inicio a lo que sería un ritual desde ese momento en sus investigaciones, levantar el dado del piso y que fuese lo último que viera la luz en la escena del crimen.
“Golpe de suerte” integra la antología de relatos de humor “Nunca es suficiente queso”
“Edgar Allan Poe” caricatura de Henry Drae