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LOS ÚLTIMOS REGALOS

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Nunca imaginó lo que le esperaba cuando tuviera que entregar los últimos regalos

Las cejas del anciano se arquearon hacia arriba, en un ángulo imposible que las hacía casi paralelas. Los ojos se le llenaron de fragmentos de cristal roto, y la boca se transformó en una triste mueca, muy alejada de la sonrisa franca y confiada que lucía habitualmente. ¿Estaba escuchando lo que creía en la asignación de los últimos regalos?

—No puedes pedirme eso.

La figura en el sillón, no cambió su tono, luego de lo que enunciara en los instantes previos.

—No es un pedido, Frederick, a estas alturas deberías saberlo. Tu señor nunca pide, ordena condescendientemente.
Frederick, ¡cuánto hacía que nadie lo llamaba así! De hecho prefería los cientos de nombres por los que se lo conocía en los diversos puntos del plano por los que viajaba.
—Pero… ¿Por qué yo? ¿Por qué cambiar tantos años de llevar alegría a los hogares por tanta muerte y destrucción? ¡Envía a uno de tus ángeles a hacer el trabajo sucio! No voy a ser parte de esto. Ya mucho dolor me causas al hacerme saber lo que les espera.
No lucia triste, sino enojado. Hubiera deseado que el altísimo lo pulverizara allí mismo, sin mediar más palabra, pero sabía que no haría nada parecido para evitar su sufrimiento, no era de su estilo.
—Mi querido Santa, ¿prefieres que te llame así?
La furia del anciano se acrecentaba con la serena ironía de aquellas palabras.
—La especie ha tenido su oportunidad, pero ya es suficiente. Miles de años de sangrientas luchas y exterminios, demuestran que son más aptos para la autodestrucción que para la supervivencia. Les he dado un mundo que muchas especies envidiarían, y lo llevarán a la extinción con todos ellos. Este paso que te pido, me refiero a los regalos especiales de navidad, es la transición menos dolorosa para la ocupación de la Tierra por una nueva especie, una mucho más espiritual y racional que la humana —Bajó de su trono, y apoyó la mano sobre el hombro de Frederick—. Ya verás que tendremos una nueva tradición para que visites a los nuevos habitantes llevando la alegría a sus hogares, con la diferencia de que las nuevas criaturas te darán tanta gratitud y felicidad como millones de humanos no lo han hecho en toda tu carrera.
—He blandido mi espada luchando en tu nombre. Sabes que fui un guerrero leal, como nunca lo has tenido. Pero matar a traición, dejando regalos engañosos, con una plaga oculta que los aniquile como a ratas… eso es vil, Señor, si me permites el término.
—¿Cómo te atreves? –dijo por primera vez levantando la voz el Altísimo. Sus ojos azules se volvieron rojos—. La traición, la crueldad, la miseria… son cualidades humanas. Y padeciéndolas deben extinguirse. Son tan necios que creen en la existencia del demonio y le atribuyen sus peores defectos. Han mitificado al ángel caído y hecho tan poderoso como si de mi Némesis se tratara, tan cobardemente que no fueron capaces de enfrentarme con uno de los de su especie.

El anciano escuchaba con la mirada perdida.

Pensaba con qué cara entregaría los paquetes y las bolsas a los alegres niños. De repente no quiso escuchar más, su decisión estaba tomada.

—Lo lamento, pero no seré parte de esto. Haz conmigo lo que quieras, de más está decirlo, pero no seré tu verdugo traicionero. Tienes lacayos de sobra para que lo sean.
El Altísimo negó levemente con su cabeza, desprovista de cabello alguno, así como de pigmento en su piel. Abrió la boca en una franca y seductora sonrisa.
—No esperarás que me sorprenda. Ya sabes que conozco tu negativa desde antes de contarte mis planes, y no por intuición, sino porque simplemente no hay nada que escape a mi conocimiento pleno, pasado presente y futuro, en estas y en todas las dimensiones bajo mi dominio. Vete Frederick, llévate tu disfraz de Santa como un recuerdo y trata de olvidar a los humanos, te han influenciado tanto que ya no distingues ciertas cosas.

—¿Y qué hay de tus planes? ¿Cómo los llevarás a cabo sin mí?
No hubo tan siquiera una sonrisa, solo la frase seca, y lo último que dijo.

—Ya no te incumbe.

El viejo salió de la oscura morada cabizbaja, sabiendo que el destino de todos esos chicos sería inevitable. Sentía tanta impotencia, que no se permitió darse cuenta con orgullo de que se le había negado, por primera vez en miles de años, al altísimo. Luego reflexionó acerca de quien ocuparía su lugar en la matanza, disfrazada en el reparto habitual de los últimos regalos, pero no debió hurgar demasiado en su mente, tres siluetas erguidas, montadas en enormes camellos, venían por el camino en sentido contrario.

Trató de evaluar si podía aún hacer algo.

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La lealtad de los reyes era indiscutible, pero bien… para los demás la suya también lo era. Luchó internamente por hablar, advertir, discutir el nefasto plan del supremo, más luego, al pasar junto a ellos, se inclinó en respetuoso saludo, y recibió el mismo gesto de los silenciosos compañeros de ruta. La angustia comenzaba a consumirlo. Pero al quedar detrás de ellos, algo le dijo que debía girar su cabeza, como si en su interior sonara una voz de esperanza que le ordenaba hacerlo. Sin perder tiempo, miró hacia atrás, justo antes de que el último camello se perdiera en la curva. Y no pudo más que reír, reír y agradecer (¿pero a quién?) esa pequeña esperanza para sus amigos los humanos.
Todavía no podía creer, muchos días después, que Baltasar, quizás el menos considerado del trío por su etnia, sin ser visto por sus compañeros, le hubiese guiñado un ojo

Henry Drae

De la antología de relatos breves “Colores que nunca combinan”


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