No era la primera vez que pasaba.
La historia de la literatura está llena de casos de sacrificio. Incluso las ficciones en el cine y la TV coquetean con la idea. Claro que muchos autores, quizás la mayoría, no están dispuestos a admitir que se han enamorado de alguno de sus personajes. A veces resulta evidente. Le dan mayor protagonismo, las mejores líneas de diálogo, los mejores atuendos, y hasta se cuidan de que no tengan intimidad con cualquiera. El problema es que a menudo es demasiado notorio, los personajes suelen tomar las riendas una vez que han sido dotados de la llama divina, y cuando se los fuerza contra sus acciones naturales, la historia termina resintiéndose. Claro que ni ellos ni el autor son conscientes de eso, como toda persona enamorada. Por lo general terminan notándolo los propios lectores.
Por eso lo de Juan Salustri no era novedoso, pero si consistía en un real problema para él y la continuidad de su obra. Era un escritor de novelas de misterio, y un personaje chiquito y secundario de la segunda de ellas «Con sede en la oscuridad» se fue afianzando hasta apoderarse de la escena. Lynn Engel era solo una bibliotecaria que había notado una secuencia de números que le llamaba la atención en varios libros de una serie de autores contemporáneos. Y su función era la de trasladar esa información al investigador de una serie de asesinatos que parecían inconexos. El detective era quien debía asociar ese dato con sus propias evidencias y comenzar a atar cabos para resolver los crímenes. Pero de la nada, Juan se encontró con un romance entre Lynn y el detective David Pain. Y a las pocas páginas, con Pain asesinado y Lynn tomando, entre sombras y al margen de la justicia, las riendas de la investigación, planeando en paralelo la venganza contra el asesino de su incipiente amor.
Lynn era inteligente, decidida, pragmática y con valores firmes.
Físicamente, era menuda, con ojos grandes pero facciones bastante comunes, aunque sabía arreglar su apariencia para conquistar a quien se propusiera, si lo veía necesario. Y así fue como Juan comenzó a preocuparse por esa muchacha y haciendo lo posible por evitar su sufrimiento, aunque sabía que debía plantearle trabas y acertijos permanentemente para evitar que la trama se estanque. Por fortuna, «Con sede en la Oscuridad» fue un éxito editorial y se ubicó entre los más vendidos por varios meses. Claro que ya tenía un aparato promocional que lo respaldaba y en cierta forma aseguraba un nivel de ventas, pero siempre tenía un pequeño núcleo de lectores de su confianza capaz de decirle con crudeza lo que pensaban de la obra, lo cual le daba mayor seguridad.
Y esta vez habían sido muy consistentes.
«Esa chica, Lynn Engel, es sin dudas uno de tus mejores personajes. No lo arruines convirtiéndola en todo poderosa, deja que se equivoque y sufra, es la mejor manera de que el lector la ame. Porque la seguirás utilizando, ¿verdad?»
No esperaba esa propuesta, con honestidad.
Sus lectores no tan eran invasivos como para decirle «tienes que hacer tal o cual cosa», pero esa vez, al menos dos de ellos se habían animado a presuponer que la carrera de Lynn en la obra de Juan, apenas comenzaba. ¡Ni siquiera tenía decidido si estaba construyendo una saga!
Entonces, a los pocos meses, dos para ser exactos desde la publicación del primer volumen, Lynn Engel volvió a las andadas en «El ángel con garras». Allí, la bibliotecaria recibía una caja llena de libros viejos con una nota que pedía que las analice porque podían contener la clave de una masacre que estaba por suceder. Lo que no imaginaba la pobre Lynn, es que se trataba de una trampa que alguien le estaba tendiendo para que termine siendo inculpada de esas mismas muertes por acontecer. ¿Algún cabo suelto de la primera entrega sería el responsable quizás?
Lo cierto es que Juan no podía detenerse. Su cita con las desventuras de Lynn lo hacían trasnochar. Se encontraba imaginándola en situaciones complejas, pero siempre con la pluma dispuesta a ayudarla. Y ahí fue cuando se encontró pensando en lo lindo que sería que ella sepa lo que significaba para él.
Hasta pensó en un truco arriesgado; inventarse un personaje en el cual pudiera camuflarse y de ese modo, visitarla. Incluso tener un affaire. Debería ser cuidadoso para que los lectores no lo descubran, pero Lynn debía saber que se trataba de él. Sería como el zorro permitiendo que alguien vea bajo su máscara, luego del primer beso.
Por lo general, se acostaba rumiando ideas del estilo, pero al otro día tiraba todos sus garabatos para pensar en algo nuevo.
De ninguna manera se podía permitir ser autocomplaciente en sus historias. No debía apelar a esa suerte de onanismo narrativo, si quería lograr algo de calidad. No le interesaban demasiado lo que dijeran los críticos, porque no escribía para ellos, y desde hacía mucho lo tenía claro.
En la segunda novela de la saga, Lynn caía en las garras seductoras de Calen Harris, un joven historiador e investigador a quien acudió en busca de ayuda. Harris era un seductor nato, pero a ella lo podía de él su enorme capacidad intelectual. De hecho, y de un modo muy irracional, Juan sentía celos de Calen, y varias veces se tentó en hacerlo padecer toda clase de penurias, incluso hasta pensó en matarlo, algo que hasta podía ser un leiv motiv en la carrera de la increíble investigadora protagonista.
Pero no pudo, por suerte su profesionalismo se interpuso. Después de todo, la venganza llegaría sobre el final, cuando Lynn descubriera que el historiador era el real villano detrás de todo esto. Y allí estará él, una vez más y de manera omnisciente, para ayudarla a terminar victoriosa y triunfante, a pesar del mal trago y el corazón un tanto magullado.
No había transcurrido un año cuando «El ángel con garras» salió a la venta. Juan recibió críticas y devoluciones aún más elogiosas. Una cadena de streaming ya lo estaba tentando para filmar una trilogía, ni bien terminara el tercer volumen, al que, sin que él lo anunciara, todos suponían que sería el final o cierre de la historia.
Pero Juan tenía sus reservas. No quería despedirse tan pronto de Lynn.
Y eso aunque hablaran de, al menos, un año más por delante, compartiendo páginas y desvelos.
Y sin pensar demasiado en ellos, dos meses después se sentó frente a su ordenador a escribir «La sangre de los que quedan» que supuestamente sería el final de la saga. Ahora Lynn era dueña de su propia agencia de investigaciones. Tenía un equipo completo de colaboradores y solía trabajar por demanda. La contrataban clientes directamente, luego de haber sido víctimas de algún crimen, o bien la misma policía, si era desbordada por los acontecimientos.
Pero a pesar de tener una carrera y negocio exitosos en el mundo de las investigaciones criminales, además de un prestigio indiscutible, Lynn tenía un dejo de frustración y angustia que no le permitía ser feliz.
Conseguía todo lo que se proponía y lograba que los peores elementos en su zona tuviesen un castigo merecido, pero tampoco eso parecía detener el avance de psicópatas y asesinos, y a diario se encontraba con amenazas anónimas que la hacian sentir vulnerable. Pensaba en su retiro, tenía para vivir unos años con comodidad y era muy joven, aún no llegaba a sus cuarenta, hasta que recibió una visita inesperada, un escritor que…
Sí, finalmente Juan había sucumbido a aparecer en la novela y a ayudar a su heroína.
No sabía si tendrían un romance, eso dependería de ella, que a estas alturas estaría más que independizada para tomar una decisión, así que dejaría que su pluma, complete el resto.
El personaje de Juan se llamaba Jedediah, era un escritor que estaba fascinado por la intensa vida de Lynn, y quería escribir su biografía con su asistencia. Físicamente, se parecía a él, cuerpo tirando a regordete pero robusto, calvo, con barba. Lejos de la seducción irreverente de los dos compañeros anteriores de su protagonista. De todos modos se cuidó de describirlo demasiado en detalle, no quería que sus lectores se diesen cuenta de su evidente disfraz. En todo caso, que pareciese un guiño y nada más.
Lynn accedió a su pedido, aunque a medida que la historia avanzaba, se volvía un tanto más paranoica, por lo mucho que sabía sobre ella el tal Jedediah. Mientras se reunían en algún bar o en la casa de la misma Lynn, brotaban detalles de la infancia y adolescencia que la hacían emocionar. Compartir abiertamente esos sentimientos con ese hombre al que recién conocía la preocupaba un poco.
Quizás fuese porque el haber confiado tanto en Calen Harris y luego ser traicionada de manera tan brutal, la dejó algo dañada o resentida.
Jedediah fue todo lo comprensivo que pudo sin que supusiera un sacrificio. Se ofreció a acompañarla en un par de investigaciones y no solo aportó mucho de su capacidad deductiva, algo que la chica agradeció con real sorpresa, sino que logró conectar más desde ese lugar con ella.
Pero Lynn no se sentía atraída de manera sexual o sentimental de ese hombre. A veces lo veía como a un padre o un hermano mayor. Un amigo que de a poco se iba ganando su confianza. Y Jedediah iba cayendo en cuenta de eso, y su corazón se iba marchitando cada vez más. Ya no sería “el zorro” bajando de su caballo y quitándose la máscara para dar su beso revelador. No iba a ser posible, ni en ese tomo, ni en diez más. Ni siquiera veía que se produjera tensión sexual alguna entre ellos.
Solo estaba su deseo, que ya casi era ternura y amor en un solo sentido y con la frustración del caso. Así que decidió resolverlo en una escena final. Ambos estaban yendo en el auto a través de un puente colgante, uno que conectaba una gran ciudad como podía serlo New York, aunque en ninguna de las novelas se daba un entorno preciso geográficamente hablando. Solo era “la ciudad”. Jedediah le pidió a Lynn que se detuvieran, ella lo hizo sin pedirle motivos. Él se arrojó del auto y se apoyó en la pared que daba al río, intentando respirar algo de aire puro. Lynn se bajó y lo observó, preocupada.
— ¿Qué sucede?
—Nada grave, es solo que me di cuenta de algo, y duele reconocerlo.
—Puedes confiar en mí, creo que ya lo sabes a estas alturas.
—Si, y ese es el problema. Porque te amo.
Te amo con locura, desde que eras una bibliotecaria insegura que se escondía detrás de sus gafas, como el cliché más grande que pueda tener un personaje.
Lynn se retiró y frunció el ceño.
—¿Nos conocíamos de antes?
—Así es, pero no te preocupes, ni hablábamos, ni yo era tu acosador, simplemente coincidíamos en esa biblioteca y yo era tan invisible como tú, pero tú no lo eras para mí. Luego, comencé a interesarme por tus avances en las investigaciones. Tenía amigos en la policía que me contaban de tus descubrimientos, y a pesar de no verte tan seguido en la biblioteca, me ibas fascinando cada vez más. Por eso me propuse escribir un libro sobre ti. Pero sobre todo para conocerte y tal vez, que se produjera el milagro.
—No sé qué decirte, yo…
—No, por favor, soy un hombre grande. Reconozco las señales. Seré un amigo para ti, alguien de confianza, pero nunca tu amor. Lo veo en tus ojos. Lo siento en lo profundo. Y… no deja de doler. Aunque, por supuesto, no tengas la culpa de eso, ni remotamente.
—Jedediah, eres un hombre excepcional, de verdad. Sabes mucho más sobre mí que algunas parejas que he tenido antes. Te preocupas de un modo en que no había visto que nadie lo demuestre, y también veo en tus ojos que te importo mucho. Y eso me llena de felicidad y orgullo. Solo que no estoy lista para tener una nueva relación. Creo que de algún modo estoy “bloqueada” y llegaste en el peor momento.
Y fue frente a esa declaración, que Juan se dio cuenta del daño que había hecho y del sacrificio que debía hacer.
Humanizó tanto a su personaje, le dio tanto en qué apoyarse con su intromisión, que había hecho que desaparezca la posibilidad del “interés romántico”. Su heroína estaba imposibilitada de tener un romance porque no solo la había dañado en los volúmenes anteriores, sino que ahora la estaba intentando reparar, en lo que parecía un recurso anti-literario. Así que de repente supo exactamente como solucionarlo, como debía ejecutar el sacrificio.
Jedediah se acercó a Lynn, la tomó de los hombros y le dio un abrazo fuerte y sentido. Luego de unos segundos, besó su frente y la miró a los ojos, quebrados en pequeños cristales de emoción.
—Perdóname por lo que voy a hacer, pero es la única salida.
Se apartó con rapidez de ella, se tomó de la baranda y saltó sobre la pared que separaba el puente del río. Lo último que escuchó fueron los gritos de Lynn, que duraron hasta que se dejó devorar por las aguas, sin oponer resistencia alguna.
La novela terminó con Lynn volviendo a su estudio y clausurándolo.
Delegando sus investigaciones a sus mejores colaboradores, y retirándose a un lugar fuera de la urbe, conectada a la naturaleza, en una simple cabaña en medio del bosque. Tenía apenas un pueblo cerca que la proveía de lo necesario y la conectaba lo mínimo indispensable con la civilización. Allí se quedaría tranquila, en compañía de su perro recién adoptado, al que nombró Jed.
Se dedicaría a escribir ensayos sobre sus libros favoritos, para luego subirlos a las redes esporádicamente y debatirlos con la gente que la seguía. El libro terminaba así, sin siquiera un cliffhanger que dejara opciones para continuar la historia. Pero nadie tuvo nada que objetar, y hasta fue el más vendido de la saga.
Muy probablemente, haya tenido que ver con que la salida de «La Sangre de los que quedan» fue póstuma. Todos sabían que no habría más novelas de Juan Salustri, que había sido encontrado muerto en el estudio de su casa, inclinado sobre su computadora.
El diagnóstico decía que el deceso fue por causas naturales, un infarto sin motivo aparente, con el detalle agregado más curioso de la aparición de una buena cantidad de agua en sus pulmones. En ninguna línea se hablaba o sugería un sacrificio.
Agua de algún rio, quizás.
De la antología de relatos breves “Líneas Huérfanas“