Lo que no se ve le quita el temor a las formas
Podía decirse, sin lugar a dudas, que el trabajo artístico de Manuel Lafuente, era extraordinario. Consistía en una serie de pinturas sobre lienzo -a veces en óleo, otras en acrílico-, de objetos cotidianos puestos en escenarios improbables. La colección comprendía llaveros, simples rollos de cinta y hasta algunos adornos en cerámica fría, que en ocasiones superaban en nivel de detalle a los modelos originales. La particularidad consistía en que las luces y sombras, los contrastes y hasta las formas eran imposibles de ver en el mundo real. No se trataba de un surrealismo exagerado al estilo Dalí, sino que manejaba una sutileza que le daba un estilo único y personal, muy identificable y hasta difícil de imitar.
Podía decirse, en efecto, que su trabajo era ejecutado sin miedo a las formas.
Pero las obras de Manuel no eran conocidas, ni podían verse en exhibiciones o galerías. Apenas usaba los canales de promoción habituales, mucho menos las redes. Lo habían convencido de tener una cuenta en Instagram, pero la tenía descuidada. Lo que no le faltaban eran críticos. Se ocultaban entre sus amigos, familiares, y algunos conocidos cuya formación como estudiantes de arte era menos que nula, pero se endilgaban el derecho de decirle a Manuel cómo mejorar para “romperla” y “venderse todo”.
«Tendrías que hacer marinas» le dijo su vecino, «mi cuñado tiene como tres que le compró a un bohemio que las pinta en la plaza. Lo peor es que el tipo las vende carísimas y después tira la plata en juego o chupi. Preferible que te la ganes vos, si te saldrían geniales!
Naturalezas muertas. Frutas, plantas, ya las imagino. Tenés un don y les daría vida. Te cansarías de entregar cuadritos todos los días.»
“Cuadritos”, pensó Manuel con media sonrisa, ¡cómo se las ingeniaban muchos para menospreciar la obra artística, sin que parezca que están lanzando un insulto! Recordó a un compañero de facultad al que le irritaba mucho que le dijeran que “tocaba lindo la guitarrita”.
Por último, su prima Sara le decía, cada vez que lo visitaba, sin excepción:
«Es un desperdicio que no estés haciendo retratos. No sé que esperás.»
¿Esperar? No, el arte no se trataba de esperar, sino de inspirarse. Y hasta el momento, Manuel no se sentía compelido a pintar otra cosa que no fuesen objetos inanimados, a su manera. Y la mejor forma de sentirse halagado, era cuando gente que veía por primera vez alguna de sus obras, -a veces la tercera o a la segunda-, no podían despegar la vista por varios minutos. A menudo se quedaban sin palabras, quizás por vergüenza al tener que elogiar el dibujo de un simple broche para la ropa, otras por no sentirse capaces de describir en qué consistía esa belleza.
Pero lo de los retratos era algo que Manuel consideraba un pendiente. Siempre tuvo ganas de explorar rostros y todas sus posibilidades. No quería utilizar fotografías (siempre trabajaba con modelos palpables a los que pudiera manipular a su antojo sobre la mesa del taller) y tampoco se animaba a contratar modelos vivos.
Porque Manuel no solo era un gran artista, sino uno de los mayores exponentes de lo que podía ser una persona tímida e introvertida. Le costaba relacionarse, al punto de bajar la vista cuando le hablaban, por reflejo. Incluso cuando se veía obligado a hacerlo en una conversación, un tic le hacía parpadear de la peor manera imaginable.
Hasta que un día tuvo un sueño extraño, uno de esos que no le dejaba detalle por vivir desde lo profundo de la inconsciencia.
en medio de él, aparecía esa increíble mujer, a la que de ninguna manera podía dejar de atrapar en un lienzo.
A la mañana siguiente apenas se sirvió una taza de café y arrancó montando el bastidor bien cerca de la ventana. Preparó los acrílicos, y luego de ensayar un breve boceto con carbonilla, comenzó a dar pinceladas.
A las 14:07, antes de pensar en que podría almorzar, y sin que eso lo preocupe, ya tenía listo un retrato perfecto de esa mujer a la que no había visto nunca en sueños, pero de la cual recordaba cada detalle. Tanto que cumplía con cada característica que identificaba a su obra previa: algo -en este caso alguien- que parecía real, pero que solo podía existir en aquel pedazo de tela. La llamó “Vivianna”, así, con doble n, como para dar una nota de su imperfección manifiesta, y la dejó allí, en el bastidor, por semanas.
Recibió felicitaciones, expresiones de asombro y hasta loas de los críticos de siempre, que de todos modos, siempre tenían algo para acotar.
«Se parece a fulana.»
«Ah, quisiste hacer a la actriz esta… pero no te salió, la deformaste mucho.»
En una ocasión, ya cansado de que le preguntaran de quién se trataba, respondió “es una novia que tuve” para zanjar la discusión, aunque tuviera la secreta esperanza de que en otro sueño, continuara la historia con su modelo especial.
Pero eso no sucedió, ni en días, meses, incluso en años. No había vuelto a pintar otro retrato. Siguió con sus objetos, sin que merme el impacto en los pocos testigos que tenían sus obras.
Finalmente, se decidió a aceptar la oferta del curador de una galería.
Lo había llevado al estudio su prima, avisándole con muy poca anticipación para que no pudiese arrepentirse, y el hombre quedó maravillado.
«La verdad, Manuel, en mi profesión veo de todo y para todos los gustos. Aunque conozco desde hace años a Sara y confío en ella, no tenía muchas esperanzas de encontrarme con algo así, a pesar de su insistencia para que viniera a verte. Esto es impresionante. Por lo general cobro un derecho de exhibición, más allá de la comisión de cada obra por venta, pero tus obras son demasiado buenas para ponerte un obstáculo de ese tipo. No quiero que nada te haga dudar, sos un artista del carajo, no podría atreverme a negociar con vos. Me honraría que aceptes exhibir aunque sea unos 2 o 3 días en mi galería. Y reduciré mi comisión al mínimo. Así de interesado estoy.»
El curador se fue luego de una charla trivial. Sara tenía los ojos como dos platos, no podía creer lo generoso de la oferta, y no sabía como hacer para decirle a Manuel que acepte sin dudar. Obviamente, eso no ocurrió y el pintor dijo que lo pensaría. Accedería dos días después, y cuando hizo la llamada, el dueño de la galería le respondió con el mismo entusiasmo inicial.
Dos meses después se produjo la apertura de la muestra, y fue un éxito mayúsculo. La promoción de la galería hizo lo suyo y la exhibición, presentada en forma de un atelier austero y minimalista, rebalsaba de curiosos y potenciales compradores. La única condición que pidió Manuel era que su fotografía no apareciera en ningún medio de promoción. Quería evitar que lo reconozcan y presionen con preguntas, -lo que realmente lo aterraba-, pero se terminó encontrando con un efecto secundario inesperado. La gente comentaba mucho al ver sus obras, y él era un escucha privilegiado al pasearse entre ellos sin ser reconocido. El primer día se vendió el 30% de las obras a un precio exorbitante.
Dalton no podía dejar de lucir una sonrisa tan amplia que parecía dividir su cabeza.
«Mi querido Manuel, sé que esto es ajeno a vos, que las multitudes te abruman, que las adulaciones excesivas pueden llegar a agobiarte, conozco a los de tu tipo. He visto desfilar a muchos en esta galería, pocos tan talentosos, por cierto, pero no puedo dejar de darte una recomendación. O bien, decirte algo que puede tranquilizarte, de alguna manera. Comercialmente, sos mi gallina de los huevos de oro. Esto recién comienza. De hecho, algún colega competidor querrá arrebatarte de mi mecenazgo, y no podré impedir que así sea. Pero quiero que sepas que si me elegís, voy a estar con vos todo el tiempo que me necesites. Sin presiones, aún decidas dejar de pintar por un tiempo largo, o sin saber si volverás a hacerlo. Apoyo artistas por sensibilidad, más allá del negocio, y veo que no sos un tipo ambicioso al que le interese vender por sobre el valor artístico de lo que produzca, así que tomaré eso como una enseñanza para mí. La sencillez de un artista tan genialmente creativo, es un valor extraordinario por sí mismo.»
Dalton siguió con la perorata un rato más, sin dejar de preguntar como al pasar por “Vivianna”, Manuel le había dejado bien en claro que no estaba a la venta, pero el curador pensó que al menos la llevaría a la exhibición.
«Temí por la presión. No estaba dispuesto a cederla por ningún precio, pero no quise pasar por la incomodidad de que tengas que rechazar una oferta desmedida, por el simple capricho de un millonario que quiere demostrar que puede pagar lo que sea por lo que quiere».
«Tan astuto como respetuoso» respondió Dalton, «algo que aprecio muchísimo. Me encantaría que esa inspiración para retratar rostros humanos surja de nuevo, pero el arte es así, se hace desear!»
Al terminar, el dueño de la galería propuso ir a celebrar a un bar cercano. Eran pocos y Manuel no pudo negarse, pero el ambiente le era ajeno y estaba atestado de gente de la mitad de su edad. La contaminación auditiva era algo a lo que no se acostumbraría jamás. Harto de no poder escuchar lo que le decían, se escurrió a la barra y pidió una cerveza para beberla solo en un rincón.
De pronto, algo le llamó mucho la atención. Entre medio de tantas caras sonrientes, algunas de goce y otras de simple alienación, aparecieron unos ojos llorosos, cargados de angustia y enmarcados por un rimmel que ya no podía sostener la formalidad, y chorreaba acompañando lágrimas ya casi secas.
La chica era poco más que adolescente y además de triste, parecía desesperada.
Tironeó de un par de hombres que, ocupados en otros trances, la ignoraron con grosería. Finalmente, sus ojos se cruzaron con los de ella. Y sin perder tiempo, la chica llegó donde estaba, en medio de empujones. Aturdido y confundido, Manuel intentó escuchar lo que quería decirle, pero la música seguía a niveles insanos. Ella pidió que la acompañe y Manuel, sin medir realmente consecuencias, accedió. Se dirigieron a la salida.
Afuera se encontró con un panorama por lo menos confuso, y mucho más ajeno a su rutina. Dos muchachones tomaban a una chica tambaleante de sus brazos, e intentaban hacerla subir a un auto. Ella parecía ebria, como mínimo, pero no se la veía para nada consciente o libre para tomar decisiones. Los otros dos estaban cuidando de que nadie se acercara.
«Son estos, se están llevando a mi amiga, la quieren violar, casi me agarran a mi también, pero yo no tomé lo que me dieron. Hacé algo, por favor!»
Gritó la chica rompiendo en llanto. Manuel quedó descolocado, pero al mismo tiempo lleno de furia. Lo superaban en número, y si bien era alto, también era desgarbado como para intimidar a nadie. No obstante se animó.
«Bajen ya mismo a la chica del auto y mándense mudar.»
Solo obtuvo risas. No había demasiada gente alrededor, ya era tarde. Y la luz de la única farola estaba a unos veinte metros. El frente del bar en el que estaban tampoco era un despliegue de iluminación, por lo que la situación, por violenta que pudiera ser, no era como para concentrar gente o como para que alguien intentara llamar a la policía.
Al menos hasta ese momento.
El más grandote de los dos se acercó a Manuel y sin decir palabra le metió un rodillazo en los genitales. Lo hizo doblarse y caer del dolor. Una vez en el piso, le dio una patada en el estómago. Ahí fue donde el segundo se acercó diciendo:
«¿Para qué te metés, pollerudo? ¿Creés que con esto te ibas a ganar a la pibita?»
Comenzó a pegarle en la cabeza. Manuel quiso ponerse de pie, pero empezó a sangrar de la nariz y a marearse al tiempo que seguía recibiendo golpes. Uno de los que estaba esperando en el auto, con la chica adormecida de rehén, se asomó y pidió que se apuren. El grandote estaba por pegarle una última patada a Manuel, cuando dos tipos que lo doblaban en tamaño, aunque pareciese imposible, salieron del bar y lo quitaron a empujones. Mientras discutían, llegó un patrullero y se hizo cargo de la situación. Manuel apenas pudo ver todo eso mientras la chica que lo fue a buscar se agachaba a su lado para tratar de ayudarlo.
Luego, fueron solo sombras.
Al despertar, no podía calcular los días que pasó inconsciente y sedado. Tenía los ojos vendados. Lo asustó mucho no poder ver, lo primero que pensó era en que su vida no tendría sentido si no podría volver a pintar. La voz suave de una doctora le fue relatando lo que le pasó. Los golpes le provocaron desprendimiento de retina, y además estaban evaluando algún daño neurológico extra que pudieron haberle agregado con tanta agresión. Le dijo que no se preocupe en exceso o por anticipado, que todo era operable o tratable y no estaban contemplando una pérdida total de la visión, aunque si un deterioro que, con el tiempo, iría revirtiéndose.
Manuel lloró en silencio en su cama de la clínica, y luego también lo hizo, sin contenerse, en episodios esporádicos en los que sabía que había quedado solo. Su prima Sara siempre estuvo a su lado, varios de sus amigos también pasaron a dejarle algunos presentes (incluso una revista que quizás en meses o años recién podría leer). También fueron a visitarlo las dos chicas que salvó de las garras de los violadores. Sofía y Malena fueron juntas al menos dos veces, siendo la primera de ellas la que se sentía responsable por haberlo involucrado. Manuel le pidió que no se sintiera culpable, ella era una víctima de esos salvajes, e hizo lo que debía.
Al mes le quitaron las vendas. Le costó acostumbrarse a las luces, a tanto destello que en su vida había experimentado antes. Volvió a llorar, de algún modo había pensado que ni siquiera volvería a sentir algo parecido a una luz pasando por sus ojos. Estaba muy lejos de ver normalmente, pero su visión parecía algo proyectado a través de una cortina plástica sucia que distorsionaba los colores y deformaba todo lo que lo rodeaba. La doctora le reiteró que su rango de visión y la definición en general, mejoraría con el tiempo. No se sentía demasiado optimista, pero de alguna manera, cada día que pasaba notaba alguna leve mejoría.
Una semana después le dieron el alta. Debía utilizar bastón blanco y hasta le recomendaron un lazarillo.
No tenía perro y no le desagradaba la idea, así que ya vería como gestionar eso. No pensaba contradecir a nadie que le sugiriera la manera de mejorar su calidad de vida. Y se propuso, en el momento que fuera, volver a pintar. Seguramente no tendría ni el diez por ciento de la calidad en su obra que producía antes del incidente, pero no dejaría de intentarlo. Lamentó, de todos modos, lo apenado que debiera estar su mecenas Dalton, al que de alguna manera sentía que había decepcionado. Al principio, le extrañó no verlo en la clínica. Luego se enteró de que había ido a visitarlo cuando estaba inconsciente en los primeros días. Finalmente, lo llamó desde el exterior porque tuvo que viajar.
«Mi querido Manuel, la vida de un artista se nutre de tragedias. Te ha pasado lo peor, o muy cerca, pero no tengo ninguna duda de que saldrás fortalecido. Y allí estaré para apoyarte cuando logres reinventarte, porque tampoco tengo dudas de que lo harás.»
Una vez más echó una buena cantidad de lágrimas. Hasta que lo conoció tenía muchos prejuicios sobre los dueños de galerías de arte y curadores, los consideraba poco más que mercenarios. Pero ¿Dalton? Vaya si le había demostrado lo equivocado que estaba.
El día de su alta no se sentía tan angustiado como creía. Cuando estaba en esa camilla hasta había pensado en formar una pira con sus atriles, lienzos y pinturas y quemarlo todo. No se le ocurría mejor idea, si no podía volver a ver. Pero de a poco, y con algunos efectos psicodélicos, lo estaba haciendo. Conoció parcialmente a su doctora aunque le costó verla a los ojos, lo mismo con su enfermera.
Redescubrió a Sara y a sus amigos. Los veía como a fantasmas que cambiaban de formas y colores de acuerdo a sus movimientos, y así lo expresó, con algo de humor negro que rara vez usaba como no fuese para autoflagelarse.
Cubrió con ayuda de su bastón y de Sara el pasillo hasta el ascensor y luego el hall de admisión. Al llegar a la puerta, el guardia de seguridad estaba impidiendo el paso de alguien, una mujer que sonaba muy molesta.
«Por favor, déjeme pasar un momento, se trata de un pintor que sobrevivió a una golpiza, al que hoy daban el alta. Salvó la vida de mi hija y recién hoy pude venir.»
Manuel se dirigió al hombre de seguridad y le pidió que la deje avanzar, que esa mujer se estaba refiriendo a él. Se volvió hacia ella y procuró intentar reconocer algo en sus facciones como para poder hablarle a la cara con cierta dignidad. No quería parecer un no-vidente recién estrenado.
Lo que vio lo dejó atónito, casi sin poder pronunciar palabra.
Frente a sus nuevos ojos, tenía a Vivianna.
de la antología de relatos breves “Líneas Huérfanas”