Érase una vez un hombre que creía poseerlo todo. Tal era su estado de omnipotencia, que solo pensaba que lo que faltaba experimentar era cierto grado de carencia. Y su ambición fue tan grande que quiso probarlo. Atraído por algunos comentarios, se propuso comprobar la veracidad sobre el hecho de que la ceguera agudizaba el resto de los sentidos. Se vendó los ojos y así anduvo, días y días. Caminó a tientas, tratando de no tropezar, de reconocer voces, de alejarse de los peligros. Cuando creyó tener cierto éxito sobrevino el accidente. Simplemente, cayó en un pozo que acababan de abrir en una vereda en la que el día anterior no estaba, y se quebró una pierna. Entonces decidió terminar con su pequeño experimento solo para cambiarlo por otro; ahora sería paralítico. Aprovechando su pierna quebrada compró una silla de ruedas y ejercitó todo lo que pudo sus miembros superiores. Ningún gimnasio la había dado antes tanta destreza ni tonicidad muscular. Hasta se reunía con otros lisiados en una plaza a jugar al básquet. Pero claro que tampoco era su mayor habilidad y terminó rodando con su silla cuesta abajo en una calle muy empinada. Sus manos hicieron todo lo posible por detener el desafortunado vehículo, pero todo lo que consiguió fue quemarse con el roce y arrancarse la piel en el esfuerzo.
No tuvo que lamentar nuevas fracturas. Una vez más, utilizó las herramientas que le proporcionaba el propio destino para convertirse en alguien que simplemente no pudiera contar con sus manos. Exagerando la situación, se ató los brazos y trató de vivir prescindiendo de ellos.
Entonces conoció a una mujer, alguien que por primera vez, luego de mucho tiempo, le llamaba la atención y no por su belleza sino por un simple gesto. Ella trató de ayudarlo, viéndolo luchar con su discapacidad. Luego, una vez que él le explicara lo que estaba haciendo, se sorprendió y trató de comprender. Le atribuyó intenciones humanitarias, pero con el tiempo se dio cuenta de que él solo padecía de una enfermiza obsesión. Trató de persuadirlo para que deje la experiencia. Le dijo que necesitaba sentir sus caricias, sus abrazos, pero él se negó, amparándose en el supuesto de que si no pudiera de verdad hacerlo, no debería ser un impedimento para expresarle su amor. Finalmente, ella se rindió, y lo dejó con su locura. Él quiso renunciar, pero lo hizo tarde, ella no pudo soportar no estar por encima de esa obsesión.
Y así el hombre quedó tan dolorido que, ya por otros motivos más urgentes, decidió experimentar lo que sería vivir sin corazón, y se lo quitó. De inmediato fue un tremendo alivio, algo que solo era paz y quietud, muy similar a lo que sentía antes de conocer a su amada. Se dijo que definitivamente podría pasar el resto de su vida así. Se rio a carcajadas cuando pensó en lo difícil que le resultaba existir sin alguno de los miembros que le proporcionaban los sentidos, y lo fácil que era vivir sin corazón.
Pasaron los años, y ya no recordaba toda aquella locura, hasta que ella regresó. Fue casual e inesperado, fue en la calle y con cientos de testigos, fue absolutamente anónimo porque ella ni siquiera le devolvió la mirada, ni se percató de que existía. Solo tenía ojos para el hombre que en ese momento la acompañaba. Alguien sin nombre cuyas mayores virtudes parecían ser una sonrisa franca y una mirada transparente, dos cosas que él supo muy bien que hacía rato que había perdido.
Entonces le ocurrió algo por demás extraño; una lágrima surcó su mejilla. Una lágrima de la que no tenía noticias ni siquiera antes de intentar quitarse el órgano que le proporcionaba los sentimientos más profundos. Y luego vino otra vez el dolor, el intenso dolor que le hizo recordar lo vivido y lo que ya no tenía. Y así, solo así, se dio cuenta de que nunca tuvo nada importante y, muchísimo menos, la capacidad de dominar su propio corazón.